De las
primeras personas que conocí cuando llegué a este país fue Charles Monra Mansa,
mi maestro de lengua bariba, de eso ya escribí en este blog en marzo del 2011.
Pero quiero hacer un homenaje a este hombre que según fui conociendo más profundamente,
descubrí que era alguien a quien merecía la pena escuchar, había vivido mucho y
había vencido grandes fragilidades, siempre sonriente y disponible. Estuvo alcoholizado
un tiempo y logró salir sin volver a recaer nunca más, aunque eso le dejó una huella
imborrable en su hígado, que al final ha terminado por llevarle junto al Padre
Eterno. Nunca se avergonzó de contar su propia historia, siempre que sirviera
para poder ayudar a otros que tenían el mismo problema, para intentar que cesaran
con esa adicción. Era un enamorado de la vida, pues sabía que era un regalo de
Dios, y así lo transmitía cada vez que tenía que dar sus catequesis, cada vez
que leía la biblia en su lengua natal, cada vez que tenía que traducir las
palabras de los misioneros. Siempre tenía la palabra adecuada y el ejemplo oportuno
para hacer comprender nuestros conceptos a la gente sencilla de los pueblos. Fiel
esposo y padre preocupado por sus siete hijos, sobre todo para que fueran gente
de bien. Charles era un maestro de la vida, un maestro de la Palabra de Dios,
un maestro en conservar las buenas amistades, un maestro en saber agradecer las
pequeñas cosas de cada día. Su entierro y funeral fueron de una asistencia
masiva y conmovedora. Hay más maestros por el mundo y debemos siempre acercarnos
a ellos con el respeto que merecen, no desaprovechar las oportunidades cuando
se presentan.