Hemos celebrado la Semana Santa y la Pascua de
Resurrección. Estamos en pleno tiempo de alegría por lo que significan estas
fechas. Pero puede parecer que en la misión, debido a la intensidad con la que
se viven las cosas, uno nunca se cansa. Pues es época de mucho calor, unos
treinta y siete grados a la sombra y al ir a acostarnos el termómetro sigue
marcando por encima de los treinta. El descanso no es igual que en otras
épocas, cuesta más conciliar el sueño. Con todo eso el cuerpo se resiente, y afecta también a la mente. Uno está más espeso
de ideas y te cuesta más arrancar a la hora de hacer las cosas. Por lo que la
acumulación de celebraciones, en ocasiones, te viene como una losa encima. Pero
puedo asegurar que una vez entras en la dinámica de la Pasión y Resurrección
del Señor, te encuentras con las comunidades que tienen unas ganas inmensas de
poder celebrarlo. El sábado santo en la vigilia pascual empezamos con los
bautizos de adultos, bodas, primeras comuniones. Al final, no sabes muy bien de
dónde salen las fuerzas, pero notas en el interior que el cansancio queda en un
segundo plano, que la alegría te llena el corazón y todo el cuerpo, y que lo que
te parecía que podías vivir y celebrar con apatía, acabas celebrándolo un año
más con emoción y gozo. Contagiarse de la alegría del Señor resucitado en medio
de esta gente es fácil. De hecho, para rematar, el lunes y martes con los
jóvenes nos pegamos más de ochenta kilómetros con las bicis. El cansancio sigue
ahí, pero no podrá con la felicidad que te da el ver de nuevo esa sonrisa especial en el
rostro de toda nuestra gente.