Cuando yo era pequeño, recuerdo que nos
encantaba subirnos a los árboles para poder jugar, alguno sufría un accidente y
le tocaba llevar escayola. Nuestros mayores siempre nos decían que tuviéramos
cuidado de no caernos. Estoy convencido que alguna desgracia mayor habría. Aquí
es época de que los frutos silvestres maduren, los mangos están dulces y
jugosos y los niños trepan descalzos con gran habilidad por todos esos árboles
para recoger sus frutos y poder llenar sus vientres de algo distinto a la bola
de maíz que toman a diario. El problema es que en demasiadas ocasiones tientan
las leyes de la gravedad y la resistencia de las ramas. Los hospitales se
llenan de niños con algo roto y lo que es peor, asistimos a algún que otro
funeral de algún niño que no superó la caída. El precio del fruto se hace caro,
pero la recompensa de poder disfrutar de su sabor merece el riesgo. Estamos en
una semana crucial, donde Jesús también asumió el riesgo de subir al árbol para
que pudiéramos gustar su fruto.