La pasada Semana Santa, una vez más,
celebrando el Jueves Santo, hice el símbolo de lavar los pies. En esta ocasión,
en el primer pueblo que lo hice, acabé con la casulla sucia, con la mezcla del
agua y la tierra de los pies, aquel barrillo se pegó a la vestimenta blanca de
manera exagerada. Así terminé la celebración. Puede parecer poco digno, pero me
hizo reflexionar de nuevo. Las apariencias, el mostrarnos limpios en la vida,
en definitiva, lo superficial, en demasiadas ocasiones le damos excesiva
importancia. En el día a día de la misión voy descubriendo la importancia de
mancharse, de meterse en el barro de la vida, en las situaciones que huelen mal
y salpican. Sólo así entiendo que se puede hacer auténtica compañía, y animar a
las personas con las que convivimos y con las que compartimos nuestras
ilusiones, nuestra fe, nuestra Esperanza. Pero eso no resulta fácil, ni cómodo,
pues complica la vida, se sienten incomprensiones, incluso te pueden dejar de
lado, aquellos que no quieren dejarse tocar por la realidad de este mundo. Últimamente,
las manchas son más exigentes para ciertos misioneros, pues son de sangre, de
su propia sangre. ¿Por qué? Porque no han querido abandonar a su gente, y
porque les han acompañado en situaciones injustas e incluso violentas. ¿Tiene
sentido? No tiene ningún sentido tanta violencia y asesinato, por parte de
quien los hace. Ellos piensan que debilitarán a nuestra gente y sus
esperanzadas. Pero en realidad esas manchas, las de los mártires, tienen el
sentido de una vida vivida en plena alegría por la entrega, hasta dar la vida.
Nadie busca ser asesinado, simplemente ser consecuente con lo que creen. Que
Dios nos ayude a todos a saber mancharnos, si puede ser sólo de barro, pero ser
valientes y consecuentes en todo momento. Nuestra gente se hace más fuerte a pesar de la tristeza y dureza de sus vidas, saben Quien les sostiene.