El viernes pasado, aprovechando la luna llena,
hicimos una peregrinación con la gente de nuestra parroquia hasta la puerta de
la misericordia de nuestra diócesis. A dicha peregrinación se sumaron otras
parroquias. La hicimos por la noche para intentar evitar el excesivo calor,
aunque fue una noche de bochorno. La gente estaba deseosa de encontrarse con la
Misericordia de Dios y de hacer un esfuerzo, en mi opinión grande, para
encontrarla. Unos treinta y cinco kilómetros de distancia teníamos que recorrer
por senderos y caminos de tierra, sólo los dos últimos eran por asfalto.
Salíamos a las ocho de la tarde con un nutrido grupo de gente, jóvenes,
adultos, mujeres con sus niños en la espalda, ancianos. Gente alegre y con
ganas de compartir la experiencia, pasaban de los cuatrocientos los que
participaban de nuestra parroquia. Ya podéis imaginar el calzado, o sandalias o
descalzos. Yo eché en falta tener los pies como ellos, pues me surgieron las
indeseadas ampollas y mi peregrinación terminó a los veintiséis kilómetros, los
últimos los hice en el coche escoba. Realmente emocionante era ver las caras de
ilusión y alegría que tenía la gente, y eso que era de noche. Como se ayudaban
y se preocupaban los unos por los otros. Cortaban ramas para hacer bastones,
cargaban con los bultos de aquellos a quienes les fallaban las fuerzas. Cogían
de la mano a quien no llevaba buen ritmo. A lo largo del camino fuimos
encontrando y viviendo el Amor de Dios, la delicadeza, la ternura, los pequeños
detalles que hacen de la convivencia algo maravilloso y no una tortura. La
llegada al santuario, sin haber dormido en toda la noche y con el cansancio que
llevábamos, fue muy alegre. La gente se
confesó con profundidad y la celebración de la Eucaristía estuvo emotiva. Yo
debo reconocer que alguna cabezada me pegué durante la homilía, pues me pudo el
sueño.