Hasta
nuestra parroquia llegan los refugiados de la guerra de Centro África. El otro
día una familia compuesta por cinco adultos y tres niños aterrizaron en Siki.
Los dos hombres vinieron junto al que les acoge a visitarnos. Querían volverse
a la capital, cuatro días viviendo en las condiciones de aquí no les habían
convencido para nada. Les intentamos dar consejos, animarles a quedarse e ir
conociendo a la gente, buscar algún trabajo en el campo. Por supuesto les dimos
alguna cosa básica para su sustento estos primeros días. Pero su corazón
desgarrado por los horrores de la guerra estaba cansado de promesas y
esperanzas que no se realizaban. Les habían enviado aquí diciéndoles que
encontrarían trabajo de profesores y con un buen sueldo. Supongo que en su
deambular por estas tierras habrán escuchado muchas cosas y pocas se habrán
hecho realidad. Nosotros no pretendimos ofrecerles nada espectacular, que se
quedaran aquí, pues aquí encontrarían la paz. La guerra la traían encima, la
hermana mayor es musulmana y ellos católicos y no se entienden y se llevan mal.
Aquí les dijimos que vivíamos en paz y que la religión no era impedimento para
convivir sanamente. Que difícil es sacar la rabia y el rencor de lo más
profundo, sobre todo cuando se han vivido situaciones dramáticas. Que difícil
es dormir en el suelo, que no haya luz y agua, no entender la lengua, no
desayunar muchos o ningún día, sobre todo cuando se ha vivido en una capital y
con buen nivel de vida. Al final no escucharon nuestros consejos, se han ido de
nuevo a la capital donde nosotros pensamos que lo van a pasar muy mal. Que
difícil es saber ofrecer la palabra oportuna para calmar los corazones rotos.
Ahora nos queda rezar por ellos y que los más de ochocientos refugiados que han
llegado de Centro África encuentren una salida digna para sus vidas, y sobre
todo con paz.