El pasado jueves celebré el funeral de Joel, un niño de tres años de la etnia gando. Una vez más la malaria se llevó por delante la vida de una criatura indefensa. Por otro lado nada nuevo, nada que no sea habitual, sobre todo en esta época de lluvias que empieza y en la que los mosquitos se multiplican por doquier. Los padres atareados en sus campos, preparando la tierra, cultivándola, sembrándola. Muchas veces los pequeños se quedan en el pueblo con las abuelas, y aunque los padres vuelvan de noche, cuando se dan cuenta de que el niño tiene fiebre y está malo, por desgracia es demasiado tarde. La malaria o paludismo puede matar a un niño de manera muy rápida, como ha sido el caso. La falta de recursos y la falta de medios para poder estar atentos a todo lo que ocurre a las criaturas, no ayuda a poder poner fácilmente solución a este problema devastador. Cuando en nuestras vidas algo se convierte en habitual, por desgracia, acabamos habituándonos y parece que nos afecta menos. Para protegernos del sufrimiento, tendemos a no darle importancia a estas cosas que nos golpean una y otra vez, y desviamos la atención hacia cosas más placenteras y que nos reportan más “felicidad”. Es normal y lógico, pues si no acabaríamos como locos. Pero que eso no nos haga olvidar lo que sigue viviendo nuestra gente, pues todos formamos parte de la misma humanidad. El celebrar la misa por Joel es una fiesta que llama a la Esperanza en el Resucitado y la invitación de compartir con Él la vida eterna.