El otro día se acercó a la misión la abuela de
un niño que había nacido prematuramente. Por desgracia con una malformación
llamada eventración. Dicha malformación, en los países ricos, se suele detectar
en las ecografías y cuando los niños nacen, el equipo de cirujanos está
preparado para operarle y volver a meter todos los intestinos en su sitio. Pero
aquí las cosas no funcionan así. Lo primero es que en el hospital donde le
hicieron la cesárea a su madre, les dijeron que era una fístula. Eso sí, les
dijeron que tenían que llevar al niño al hospital de Tanguieta urgentemente.
Hasta el día siguiente no encontraron una moto para coger al recién nacido y
volvieron a casa. Cuando nosotros le vimos, lo primero que hicimos fue llamar a
la hermana encargada de prematuros del hospital. “Hermana, ¿merece la pena que
llevemos al niño hasta allí?” La contestación fue escalofriante. “Podéis
enviarlo pero no se va a salvar, probablemente morirá en el viaje”. Decirle a
una mujer que todo lo que podemos hacer por esa criatura recién nacida es
esperar, resulta duro. Sobre todo resulta duro para los que sabemos que en
nuestra tierra ese niño viviría sin más problemas. La mujer, con dolor, dijo
que si no se podía salvar, que entonces guardaba el dinero para poder sacar a
su hija del hospital. Junto a los de cáritas de la parroquia le dijimos que la
ayudaríamos, pero eso no me quitó de la cabeza durante la noche lo injusta que
resulta la muerte de esa criatura.