El pasado domingo tuve la suerte de poder celebrar con dos comunidades esta fiesta litúrgica. Hay que tener en cuenta que de media, en nuestra parroquia, no llega al cuatro por ciento el número de cristianos. Lo digo porque los cristianos son mirados con recelo, porque son menospreciados y porque a diferencia de las otras religiones imperantes, no hacemos muchas muestras públicas de nuestra fe, y cuando se hacen son motivo de burla. Aun así, ver con que ilusión, con que alegría, con que energía, hacen su procesión de las palmas bajo un sol asfixiante, es algo que emociona. No se limitan a hacer un recorrido corto, sino que orgullosos de la fe que profesan, o están comenzando a descubrir, hacen un recorrido largo en el que cantan y bailan, en el que los gritos típicos de alegría se escuchan con frecuencia. Uno se siente pequeño y muy mediocre en medio de esta gente que se juega más de lo que pensamos al hacerse cristianos. Fue un día agotador, el sudor recorría todo mi cuerpo durante las celebraciones y la sensación de deshidratación era grande, pero la verdad que todo lo compensaba al ver como celebra esta gente las fiestas de nuestra fe. Como remate final me encontré el coche pinchado para volver a casa, pero por supuesto no me dejaron mover un dedo y una vez más, a pesar de estar tan cansados y con tanta sed como yo, les faltó tiempo para cambiarme la rueda.