Ya
sabemos como acaba el dicho, pero en ocasiones es difícil que llegue la calma,
aunque a decir verdad, esta gente la pierde mucho menos de lo que nosotros la
perderíamos. Hace dos domingos, por la tarde, vino una tormenta. Cuando empezó
todos estábamos alegres, es un tiempo de muchísimo calor y que caiga un poco de
agua siempre refresca el ambiente. Pero en esta ocasión vino con un viento
fortísimo que no nos hizo ningún bien. En la misión vi como se tronchaban ramas
bien gordas de tres árboles, las chapas de los tejados sonaban como si fueran a
volar todas, pero no llegó a más. Al día siguiente cuando salí y comencé a
mirar si había desperfectos, me dijo la gente que la mitad del pueblo había
sido duramente castigada por el temporal de la tarde anterior. Postes de luz
rotos, incluso los grandes cables que gestiona el estado, muchísimas casas sin techo, la gente pasando la tormenta a la intemperie, intentando salvar
algunas pertenencias. Incluso alguna casa con muros caídos. En una casa se habían
achicharrado nueve cabritos, pues la chapa del tejado al salir volando cortó el
cable de la luz, y este al caer al suelo sobre un charco, mató a los animales.
Fui a visitar a la gente y aunque estaban tristes y preocupados, no habían
perdido la calma. ¡Qué capacidad de aceptación de las desgracias! Con cierta
preocupación y tristeza, pero ya se habían puesto en marcha para sacar la ropa
y demás cosas y ponerlas a secar al sol, en varias casas ya estaban arreglando
las chapas de los tejados. Sobre todo y lo que más impresiona es que no oyes a
nadie quejándose de la desgracia. De hecho, el domingo por la mañana habían
celebrado la terminación de una nueva casa, por la tarde toda la casa estaba
hundida excepto una columna decorativa que habían hecho a la entrada. Ahora que
está la tormenta del virus, deberíamos plantearnos con qué espíritu querremos
afrontar lo que venga.