Hace unas semanas estuve en Kalale en la ordenación de diácono de un chico nigeriano que pertenece a la sociedad de misiones africanas. Bajo un marco incomparable que no tiene nada que envidiar a nuestras catedrales románicas, goticas o de cualquier otro maravilloso estilo. Digo que no tiene nada que envidiar si nos centramos en el asunto que celebrabamos. Una de las cosas que se le pide al candidato cuando se va a rezar por él, es que se ponga boca abajo, en actitud de humillación. Rostro en tierra, como el más humilde de todos los seres humanos. A alguno le puede parecer algo trasnochado o fuera de contexto, pero os aseguro que es algo, en mi opinión, esencial. ¿Cómo se puede ejercer el servicio humilde a los demás si uno no es capaz de humillarse? En esta época en la que todos defendemos lo importante que es que nadie esté por encima tuyo, que te defiendas siempre y no te dejes pisotear, hay gente dispuesta a dejarse pisotear por los más pobres y humildes del mundo, ponerse de rodillas delante de ellos y lavarles sus heridas. Debemos tener mucho cuidado, pues hemos acabado confundiendo nuestros derechos básicos como seres humanos con nuestro orgullo más peligroso. Quizá es momento de pensar si las cosas en nuestro mundo no van bien del todo porque el orgullo se ha instalado en muchos de nosotros.